lunes, 12 de noviembre de 2012

El valor político de la discrepancia

Antonio Gutiérrez-Rubí. Asesor de comunicación. Artículo publicado en la IDEAS.


"Cuando un partido se da cuenta de que un afiliado se ha convertido de un adepto incondicional en un adepto con reservas, tolera esto tan poco que, mediante toda clase de provocaciones y agravios, trata de llevarlo a la defección irrevocable y de convertirlo en adversario; pues tiene la sospecha de que la intención de ver en su credo algo de valor relativo que permite un pro y un contra, un sopesar y descartar, sea más peligrosa para él que un oposición frontal”. Friedrich Nietzsche

El hecho de que, en la mayoría de los partidos políticos, el número dos sea el secretario de organización es algo más que una casualidad o una tradición. Un lugar estratégico, justo detrás -y no necesariamente debajo- del máximo responsable del partido, sea el secretario general o el presidente del partido (según sea la cultura política). Una posición que inspira más temor que respeto, más reverencia que complicidad.
Es sorprendente esta posición jerárquica. Pareciera que para una fuerza política, y más en el ámbito progresista, las  propuestas, la acción política o la comunicación deberían ser áreas ejecutivas con mayor protagonismo y relevancia, asumiendo que no es posible el liderazgo electoral y social, si antes no se gana y se compite por el cultural y el de las ideas (ver todavía a Antonio Gramsci). Pero no. Los secretarios de organización mandan más. Mucho más.

Los partidos políticos que se organizan -la mayoría- a través de la cultura del centralismo democrático necesitan poderosos instrumentos de organización que rápidamente derivan en disciplina, no en procesos culturales de eficacia y eficiencia. Tal es el pavor que genera la discrepancia -que es vista como un cuestionamiento de la autoridad- que se le niega cualquier valor político. Pero ¿lo que se gana en supuesta homogeneidad es comparable con lo que se pierde en plasticidad y porosidad social?
Existe una grave incapacidad en las fuerzas políticas para ofrecer su pluralidad interna como un atractivo político en la sociedad de la diversidad. Esta limitación, que deriva en patología autoritaria, invoca la unidad y la lealtad como valores supremos que no pueden interpretarse desde la complementariedad ni desde la libertad. Ambas virtudes -personales y profesionales- son juzgadas peligrosamente en su articulación política colectiva. Se desconfía del autónomo y del libre pensador. Se premia al homogéneo y al silente.

En un lúcido y pedagógico artículo, El futuro (probable) del PSOE, Juan José Laborda (miembro del Consejo de Estado, senador constituyente en 1978 y presidente del Senado entre 1989-1996) aborda el tema de la pluralidad interna de los partidos, en particular en el espacio socialdemócrata, con gran habilidad y precisión. Y reclama un ambicioso programa de reformas que, entre otros desafíos, garantice que la selección de candidatos y dirigentes políticos para la representación se articule desde los principios de la diversidad y la democracia interna para ofrecer un nueva representación que recupere la legitimidad. “El fin de estas reformas no es otro que devolver a los ciudadanos confianza en los partidos políticos. La causa profunda de la desconfianza actual y por la que el PSOE no se recupera electoralmente está en la percepción ciudadana de que los partidos instrumentalizan las instituciones, en lugar de servir -como señala el artículo 6 de la Constitución- como instrumentos de “participación política”.

Y por si no queda claro, Laborda lo precisa, sin ambigüedades: “Buscar la representación de millones de individuos, de personas conscientes de sus derechos, exige aceptar plenamente el pluralismo. Eso quiere decir que el PSOE será una organización de personas que, pensando de distinta manera, son capaces de ponerse de acuerdo. Un partido así consigue que su democracia interna le permita aspirar al ideal aristocrático cuando propone sus candidatos a las instituciones. Las elecciones primarias para elegirlos son congruentes con lo dicho anteriormente. Pero esas elecciones solo obtendrán las virtudes que se esperan de ellas si todo el Partido Socialista se transforma como organización política, previamente a su convocatoria. Los votantes deben ser millones de personas, pues los afiliados no son representativos de la sociedad, sino una minoría que lucha para cambiarla. Y es una (frustrante) temeridad que se elija un candidato por primarias y el partido, como “intelectual orgánico”, decida todo lo demás, desde el programa electoral, al resto de los candidatos y cargos orgánicos” (fin de la cita)[1].

¿Quién teme a la libertad? Esta sigue siendo la pregunta clave. ¿Es posible abrazar un modelo de organización que no se esclerotice en la gestión del poder clientelar (listas y cargos) y en la lealtad acrítica? Es preciso recuperar un nuevo código de conducta interna que estimule la regeneración democrática y actualice la oferta política con otra cultura de la participación. Estas podrían ser algunas de las claves.

1. La diversidad de perfiles, caracteres y estilos enriquece y hace más atractiva una oferta electoral si aspira a ser representativa y mayoritaria. La pluralidad de nuestra sociedad se representa mejor con la pluralidad política interna, no con su negación o su ocultación.

2. La discrepancia estimula el combate de las ideas. Y es absolutamente compatible con la cohesión interna si se aceptan las reglas democráticas dentro de la organización. La lealtad del silencio es peor, siempre, que la lealtad de la libertad. Los ciudadanos deben percibir que hay matices, diferencias y estilos diferentes, pero que es posible estar juntos, competir unidos y ofrecer coherencia estimulante, no claudicante. Y competir, lealmente, cuando se producen los procesos de selección de liderazgos.

3. Los liderazgos políticos deben ser corales, si quieren establecer conexiones múltiples con la sociedad a la que se quiere representar y servir. Esto es clave. Es muy difícil que una sola persona (o muy pocas) representen bien la amplia gama de registros sociales y culturales que una profunda y transversal mayoría electoral significa. Equipos plurales para mayorías diversas.

4. Los retos (propuestas y soluciones) que hay que abordar deben resolverse con altísimas dosis de creatividad. Necesitamos soluciones nuevas. Disrupción y caos creativo. Hay que reivindicar -y estimular- la pluralidad interna, incluso la discrepancia -y no castigarla-, como fuente legitimadora de democracia y de soluciones plurales y creativas en la oferta política de los partidos. En el mundo de la innovación (empresarial, social, académica) la discrepancia, la heterogeneidad, la pluralidad, la diferencia son EL ECOSISTEMA natural para crear y desarrollar productos, servicios, ideas… Es así siempre; pero en la política, no. Cuando se buscan soluciones nuevas, estas no se encuentran en el mismo aire que se respira. Hay que abrir las ventanas.

La transformación de nuestros partidos en organizaciones porosas y creadoras de atmósferas y entornos de libertad y participación pasan por una profunda reconversión organizativa. Hay que hacer un reset total.

Los partidos políticos se mueven con un ADN cada vez más alejado de la realidad de nuestra sociedad. Jerarquía organizativa, frente a autoridad meritocrática. Centralismo radial, frente a redes distribuidas. Consignas políticas, frente a creatividad política. Cultura analógica, frente a realidad digital. Modelo vertical, frente a sociedad horizontal. Liderazgo unipersonal, frente a liderazgo coral.

No hay tiempo que perder. La discrepancia no es el problema. El miedo, la envidia, el recelo… sí que lo son.

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